Llega la hora de jugársela con el Tope del Rango

Tras más de 10 años intentando vivir el poker desde la palabra o poner las letras como apuesta en los paños en las coberturas de torneos y eventos de esta disciplina mental, Jorge Loaiza, el terapeuta de los bad beats; encuentra al fin un espacio para mostrar ese incontenible caudal verbal que lo caracteriza y que nunca ha alcanzado a dejar fluir del todo en los géneros informativos en los que tradicionalmente ha presentado el contenido noticioso y de actualidad que implica su habitual labor periodística.

El Tope del Rango: un espacio en el que las palabras salen a buscar las nueces de la pasión del poker

Conocí el juego de la baraja, las fichas de colores y los paños en los albores de este disparatado y pandémico siglo XXI, cuando hacía mi segundo intento de pregrado en la Universidad Nacional de Colombia, en la que me matriculé en Historia, para terminar sintiendo histeria. No fue tan noble la versión inicial que tuve del que ahora reconozco como un respetable deporte mental de alto nivel de competencia en ese entonces.

Las mesas que frecuentaba eran más cercanas al panorama de un garito que a las que lucen llamativos emblemas y logos en las salas de juego, clubes y casinos, recintos a los que ahora me lleva mi profesión de reportero. Acorde a nuestra naturaleza de estudiantes de claustro público, nos apostábamos directamente monedas y billetes de denominaciones no muy altas, en pozos que iban creciendo en el centro de una mesa de latón de cafetería, atrayendo la mirada de una concurrencia casual y atónita ante aquel repentino flujo de dinero que podría significar cubrir el transporte de una semana entera para asistir a las clases, o pagarse las cervezas posteriores a la jornada académica de un viernes, en compañía de esa sensual primípara a la que llevábamos semanas queriendo convertir en la dama de corazones de nuestra propia baraja.

Nadie entendía muy bien de dónde aparecía el dinero para apostar. Muchos llegábamos a la U en bici o caminando; o intentando conseguir algún arreglo con los conductores de las rutas públicas de buses para que nos llevaran por la mitad del costo del pasaje, con la condición de ingresar al vehículo por la puerta trasera para no marcar el registro; acuerdo en el que, sin saberlo formalmente, empezamos a conocer el verdadero significado de las relaciones comerciales de mutuo beneficio.

En mi caso, me había inventado una actividad económica que salvaba mis semanas y a veces hasta me hacía cambiar el interés prioritario que debía dedicarle a la academia, por horas que consumía en mi informal emprendimiento: en desparpajadas caminatas dilatadas en el tiempo, ofrecía entre las cafeterías y salas de estudio de la ‘Nacho’ productos de repostería en frío que elaboraba en la cocina de mi propia casa. El ingenio paisa me permitía simular con eso una aparente solvencia monetaria que no encajaba bien del todo con los dreads estilo rastafari que lucía en ese entonces, que llegaron a caer hasta esa región del cuerpo en la que la espalda cambia de nombre.

Días de juglaría, cuentos, historias y postres en los claustros universitarios de Medellín. Nótense los dreads colgando bajo la colorida boina rastafari.

Empecé a entender cómo podía arreglármelas para multiplicar el puñado de billetes que solían ser el producido de mi día atacando los ‘leaks‘ de los noveles jugadores que llegaban a los torneos de recompras infinitas o a las partidas de cash que iniciaban con pequeñas pilas de monedas y terminaban por sacarnos los billetes que no queríamos mover del rincón del bolsillo que habíamos elegido como caleta para tratar de olvidarnos de que estaban allí; de la misma manera que nos olvidábamos también de las clases y los afanes académicos por los que tendríamos que preocuparnos por responder en primer lugar.

Era obvio que esas primeras ganancias me llevarían a buscar aumentar el alcance de mis tempranas exploraciones pokerísticas. Así pasé de las mesas de las cafeterías universitarias a mis primeras incursiones en modestos torneos organizados en bares y en casinos no tan renombrados de mi natal Medellín. Entre Buenos Aires, en las laderas orientales de la ciudad; la Villa del Aburrá, en la comercial zona de la 80 que marca la confluencia entre los populosos barrios de Belén y Laureles; y el rápidamente extinto Casino Lleras, en el bohemio parque del mismo nombre, sellé mis primeras noches exitosas y escarmenté también frecuentes salidas en blanco que me obligaban a pedir fiado en las plazas de mercado de mi barrio, para poder adquirir la materia prima que me permitiera volver a surtir con postres mis neveras de icopor y reconstruir mi banca, para cargar en días posteriores en busca de una jornada con mejor fortuna.

Pocos me darán crédito, pero entre esos ires y venires, esos dimes y diretes, conocí a personajes que desde ese entonces ya eran prospectos de sharks, como Julián Barney Velásquez, Julián Pineda, Daniel Hurtado, Daniel Peláez, Johann Busche, Sebastián Toro, Sebastián Hoyos, Alex Gamo García y tantos otros que se haría interminable listarlos en estas líneas.

Mientras ellos comprendieron rápido el rigor del juego y la necesidad de aplicarse en el estudio y la preparación que se requería para triunfar en él y proyectar una carrera que los catapultara a las Grandes Ligas, a las que efectivamente lograron ingresar; yo seguía dando tumbos, al ritmo al que se mecían mis dreads, sin saber muy bien si quería convertirme en dueño de un emporio repostero, o dedicarme a los versos, las trovas, las retahílas y las historias que soltaba en mis intentos de profesionalizarme como narrador oral escénico (oficio que en términos más coloquiales se nombra con más honestidad como cuentero), o concluir al fin una de las tantas carreras que inicié para terminar siempre como un taxista, teniendo como destino el mismo punto que me había servido de origen.

Las herramientas técnicas que me dejaron mis primeros estudios de pregrado, en los que abordé la carrera de incomunicación antisocial – piedriodismo; se cruzaron en alguna afortunada esquina con esa fiebre que ya nunca pude dejar de sentir por el poker y, mal que bien, despejaron la ecuación. Entendí pronto que si quería moverme en el ámbito de la alta competencia en esta disciplina mental, ni mi incipiente banca, de la que nunca aprendí a hacer el manejo ideal; ni mi poca dedicación al metódico estudio del juego, así me lo permitirían.

Una colorida postal que quedó como memoria de la cobertura del PokerStars Championship Panamá 2017, en compañía de una bella dealer ucraniana y el jugador bogotano Óscar Villalba, a quien extrañamos profundamente

El salvavidas para seguir a flote en un mar con tantos tiburones, llegó entonces con la escritura de artículos, los micrófonos, las entrevistas y las transmisiones. Se me empezaron a abrir puertas en distintos medios y hasta cuando tuve que intentar el seguimiento de algún torneo con mecanismos más informales, como llevar a mi casual audiencia las incidencias de las partidas que presenciaba, simplemente a través de mis redes sociales personales, con mi propio celular; la respuesta del público fue positiva. El contenido que generé encontró receptividad y así me tomó poco tiempo concluir que mis mejores apuestas por el poker deberían hacerse con las cartas de otros: aquellos a los que su convicción y esfuerzo como jugadores sí orientó definitivamente a la lucha por los grandes trofeos, los brazaletes y anillos dorados y los premios millonarios que se juegan en los paños.

Así que aquí me tienen: un shark del periodismo, un cronista de la varianza, un relator de las proezas que he soñado realizar en las mesas, pero que también he aprendido a vivir como testigo de honor, a través de aquellas que logran los competidores que sigo y admiro. En conclusión, llego con este Tope del Rango para reafirmar que como jugador de poker, soy, en esencia, un genuino reportero de esta disciplina mental.

En esta especie de bitácora personal, este marinero sin nave publicará ese contenido que habitualmente ha dejado de lado en su habitual tarea informativa. El juglar que aprendí a ser en mis años universitarios se volverá a aventurar a pintar el poker entre cuentos y trovas, entre versos y relatos anecdóticos, entre intentos de comedia y por qué no, también de poesía y drama; elementos que, en últimas, nunca dejan de estar presentes en las batallas estratégicas que definen a los nuevos campeones y alimentan el acervo de héroes, proezas, epopeyas y hasta leyendas, en el devenir diario del juego de las fichas de colores, la baraja y los paños.

Bienvenidos a bordo quienes quieran acompañarme en esta odisea de apostarme mis letras y su música, mi capacidad de observación y narrativa y la pasión que me desborda por este juego, para honrarlo con palabras y así tratar de contagiar ese amor vital en el que el poker se me ha convertido. Aquí, en este espacio en el que las fichas se pondrán en juego cada vez que la magia de las musas entreguen los elementos de inspiración que hagan las veces de mano elegida, abriremos las cartas solo cuando sea la oportunidad de jugarnos con El Tope del Rango. ¡Que sea para su disfrute!

Jorge Loaiza

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